La muerte es un gato con cola de cuarenta metros que te observa desde la puerta entreabierta, mientras coges con el amor de tu vida en una cama con las colchas en el piso; la almohada en una postura sólo útil para dicha situación, repleta de gemidos al oído y un contacto de miradas inagotables en la profundidad de las pupilas que se lamen entre sí.
Cuando muera, quiero que las manos de un ser amado sostengan mi rostro en la última exhalación. También quiero estar en ese momento con las personas que amo. Me aterra, pero es el único terror contra el que puedo combatir sin dudar de mí.
Tres deseos para mi funeral:
- Quien haga el primer chiste acerca de mi muerte, se lleva todos mis libros.
- No quiero flores, quiero un árbol.
- Que cada uno lleve el recuerdo más íntimo que tenga conmigo, lo quemen y mezclen con mis cenizas.
Cinco días después de la muerte de mi abuelo, en mis manos una paloma agonizó: agitaba su cabeza a todos lados y se golpeaba inconsciente contra el piso, aleteaba ilógica, giraba en su mismo eje. Así también se veía mi abuelo. Al menos sus ojos no eran tan idiotas como los de la paloma.
La muerte no es dormir ni se asemeja al descanso, en todo caso es evaporarse. La muerte es los ojos y la boca abiertos sin pulsiones energéticas, resecos y sin la intención de cerrarse. Es el único silencio palpable. La muerte es ella misma y es real.
En mi cripta, tumba u hoyo, dirá:
«Sus restos hoy carcajean hasta el punto del llanto».
El duelo por la muerte de alguien no se supera. Incluso lo que queda detrás, existe hoy. Querer superar es querer negar la vida de alguien en nuestra vida y las memorias que conlleva; por ende, es negar la vida propia. Se aprende a vivir con las ausencias y presencias inherentes a la existencia. Yo no quiero superar, yo quiero vivir. La muerte me enseñó de frente su vitalidad. Ahora sé que no vivir es peor que morir.
La muerte me craqueló: la luz pasa por las grietas de mis huesos y mi piel.
Foto de Kenny Eliason en Unsplash