A estas alturas de la vida sólo un necio podría afirmar que la cultura es perpetua. Bajo cierto ideal con remanentes de Romanticismo, la cultura vuela sobre los problemas del mundo y nos presta cobijo amoroso a los tristes, a los marginados y a los aburridos. Pero eso es falso. Malinowski demostró que la cultura es instrumento de supervivencia, Bourdieu que es capital acumulado, Vigotsky que es constructo resultado de la interacción, Glotfelty y Fromm que es intercambio con el entorno natural. Para el humanista, la cultura es materia prima: se extrae, se produce, se agota, se recicla, se industrializa (o padece reproductibilidad técnica); y, en tanto posee un vínculo dialéctico con el mundo natural, la cultura es dependiente de la crisis socioecosistémica. De manera burda, el colapso ambiental implica el colapso del pensamiento, las artes y la ciencia.
       Esto no es novedad. La extinción de lenguas indígenas por efecto de la colonización es prueba fehaciente. Sólo quiero ver al tan arrastrado término cultura sostenible más allá de los letreritos que ponen las empresas “responsables” en su publicidad y en los baños. La autocomplacencia del marketing nos ha convencido de que la sostenibilidad está confinada al mundo de la industria y la política. Desde luego que son los factores más urgentes, pero la consciencia ecológica (al igual que consciencia de clase, de género, de todo) no es sólo la crema del taco.
      Sin duda, su reducción a “filosofías del emprendimiento” es consecuencia de las ramificaciones del esquema liberal. Por su parte, la idea de cultura también sufre de reduccionismo. En su uso más cotidiano, la cultura suele limitarse a la difusión o a la erudición, como en “Secretaría de Cultura” o “ah, ese señor es muy culto”, curiosidades en las que se debe invertir un poquito porque reflejan una especie de bonanza nacional. Es por este mismo reduccionismo que muchos se preguntan por qué, en la educación básica, las materias de lengua ocupan la misma jerarquía que las de matemáticas. La vida industrial no entiende la cultura en su sentido amplio, sino como ornamento.
       Pequeña esperanza: en la actualidad, algunas aplicaciones de las ciencias se resisten al progreso como valor en sí mismo. Hay considerables esfuerzos por integrar una visión sostenible a la proyección del desarrollo; claro, con bloqueos de agendas políticas, pero la intención de una “sostenibilidad cultural” progresa. No obstante —regresamos a ese tema—, la cultura sostenible no debería limitarse a la ejecución de políticas ambientales. “Tener cultura de higiene, equipo, conservación del medio”; estas frasecillas que tanto gustan en la misión-visión de las empresas y a los programas matutinos bien podrían catalogarse como fraude. El engaño es obvio: fingir empatía con el empleado y el cliente para no dañar la cadena de producción y consumo. Hacia el siglo XXI cada empresa se volvió un micro-Estado totalitario con su micropropaganda incluida. Si Walter Benjamin hubiera tenido los dones de un gato, ya iría en su sexto suicidio al ver el futuro que bien le pronosticaba su ángel de la historia.
       Cultura sostenible rebasa el reciclaje de latas. Enunciado de ese modo, el término está mal situado. El concepto de corregir nuestros comportamientos de consumo con el fin de evitar el deterioro de los ecosistemas debería llamarse prácticas sostenibles. Evadido el error, cultura sostenible se convertiría en una utopía: anhelo por llegar a un punto de la historia donde las prácticas sostenibles hayan preservado la cultura, nuestro instrumento de supervivencia y cooperación con el entorno. En lo absoluto quisiera limitar el asunto a la discusión léxica, pues las palabras son intercambiables, la idea no: en nuestros tiempos —donde performar la distopía es norma— la utopía no es absurdo, sino proyecto. 
       Plantear como objetivo la cultura sostenible nos forzaría a trazar una estrategia más allá de las políticas. Porque cultura es todo lo humanamente posible: actividades, artes, saludos, medicinas, cortesías, luchas, llantos y caricias. Sobrevivir, para el humano, es encontrar el modo de preservar la cultura (eso implica preservar el medio). Ejemplo simplísimo: sin la existencia física del perro, no hay existencia sígnica de la palabra perro. De un punto al otro hay una compleja (y, por eso, hermosa) cadena de sucesos biosemióticos que arrastran la historia del universo con ella: dos masas orgánicas, con morfologías distintas, que por milenios de copresencia son hoy en un mismo espacio. Imposible confirmar si el perro me entiende cabalmente, pero al nombrarlo por primera vez (asignarle palabra) reconozco mi relación con él. 
       ¿Cómo hacer al prójimo Homo sapiens consciente de su responsabilidad para con las demás especies? Sería poco rentable para Televisa y TV Azteca transmitir clases de bioética. Además, no es que Platón se haya equivocado, pero poner a los “intelectuales” a cargo de los medios de comunicación y del gobierno es darles mucho crédito ¿Cómo evitar la marketización de la responsabilidad? Para no imponer una respuesta, comparto una experiencia:
       Por cuestiones de trabajo me he vuelto creyente del ser ficticio. La literatura me parece el único sujeto fiable. Claro, me refiero a la literatura y a sus hermanas, ésas que Volpi ha llamado “disciplinas de la ficción” en su libro obvia pero no tan declaradamente cognitivista Leer la mente: la escrita, la escénica, las audiovisuales y mediáticas. Confío, pues, en la ficción (tal cual: soy con fe en la ficción). Por lo tanto, creo en la capacidad predictiva e, incluso, pedagógica de la ficción. No quisiera forzarle una cualidad profética, pero sin duda podemos afirmar que es una herramienta de simulación producida por especuladores expertos. De modo que, si hacemos caso a la opinión de esa gente experta, no cabe duda de que más temprano que tarde la civilización entrará en declive a causa de la crisis climática. (Hace poco, por cierto, me ericé al escuchar en voz de John Mitchell que estadísticamente es más próxima la extinción del humano que la del capitalismo.)
       Siguiendo al mismo Volpi, al constructivismo y a la ecocrítica, la ficción deriva de nuestra imaginación como “ventaja” evolutiva. Nuestro cuerpo es débil, pero la habilidad para proyectar futuros desde la memoria (experiencias pasadas, personales o colectivas) nos ha permitido elaborar estrategias para defendernos, organizarnos, cultivar, construir y destruir. Entre otros factores, una de las respuestas biológicas que activan la imaginación es el miedo. Originalmente era el temor a la oscuridad o al trueno, pero desde mediados del siglo XX, la máquina imaginaria se activó por miedo al poder totalizante de los Estados. El Estado, que había sido la expresión material de los sueños del primer agricultor, se tornó en su contra. Ésa fue la pesadilla, pero al despertar encontró algo peor: la construcción del Estado se dio a costa de los recursos que lo sustentaban. 
       De ahí que, en décadas recientes, los relatos distópicos muestren un notable giro temático de la amenaza gubernamental (1984 de Orwell) hacia la crisis climática (Solar de Ian McEwan o, en el cine, Avatar, WALL-E, etc.), eso que han dado en llamar clima ficción, subgénero de la ciencia ficción. En México contamos con una manifestación temprana en la narrativa: el cuento “Árbol de la vida” de E. Domínguez Aragonés, publicado en la revista Ciencia y Desarrollo en 1981. Y, sólo por mencionar otro ejemplo, está también el retrato grotesco del México apocalíptico en Cristobal Nonato (1987) de Carlos Fuentes, donde la contaminación figura como indicador de la caída civilizatoria.
        Hay numerosos casos más. Si la ciencia ficción merece consideración para algún canon es cuestión para otro momento. En cuanto a su estatuto de profecía, el problema ha sido superado y la respuesta es que esta literatura no puede funcionar como tal. En cambio, este género muchas veces desdeñado ofrece multitud de situaciones posibles que pueden derivar de nuestras coordenadas actuales, y la mayoría parece confirmar que hemos llegado tarde a la idea de sostenibilidad. 
       Confiemos, pues, en el diagnóstico de los ficcionadores y evaluemos nuestras opciones: en el “mejor” de los casos, las leyes se vuelven más que estrictas en pos de la adecuada distribución de los recursos naturales. La segunda opción es la esperanza anarcopacifista: que, finalmente, aprendamos de las sociedades no capitalistas y seamos capaces de reducir nuestros estándares de consumo. Esperanza remota. En el peor de los casos (y no me refiero a nuestra extinción), caerán los gobiernos y entraremos en una posthistoria. Un mundo a la Mad Max que, en la Ciudad de México, se vería como en el cuento “El que llegó hasta el metro Pino Suárez” de A. César Rojas.
       Si a esas alturas de la vida social hubiera oportunidad de supervivencia, The Walking Dead es un buen retrato de nuestros futuros esfuerzos (incluida la parte telenovelesca, pero posiblemente sin zombies y con más idiomas que el inglés). Eventualmente, habría nuevas fundaciones de ciudades-Estado y quién sabe qué pasaría después. Sea cualquiera de dichas hipótesis, nuestra relación con el ecosistema no mejora. Está también esa otra opción de relatos donde nos subimos a un arca de Noé interplanetaria, según la cual nos lavamos las manos del daño a la Tierra y nos llevamos algunas especies para seguirlas explotando. En la mayoría de escenarios, el espacio reducido suele desembocar en una brutal crisis de clases sociales.
       Si lo que se busca es el uso de la clima ficción con fines educativos, hay también una veta más optimista, generalmente de literatura juvenil, donde la clave parece ser la recuperación de valores primigenios: el retorno a valores intrafamiliares o a organizaciones tribales con códigos morales pacíficos, una reintegración mística con la naturaleza, etc. Pero, más allá de un kit de supervivencia para el incendio mundial, esta serie de lecturas sirven para impregnarse de hermandad con el otro que es el mundo.
       Llegará un día en que se agoten los signos. Ése es el miedo del humanista. Sea pronto o en un par de eones, llegará el día. Sin embargo, hay que pensar aquí como Sumeria, esperar que la escritura sobreviva. Además del problema bioético, la sostenibilidad se vuelve necesaria para el humanista porque posee cierto grado de narcisismo y porque tiene un sentido de responsabilidad con su tiempo: el humanista quiere dejar escritura (de sí y del otro), pero para cuando la huella ya no sea social requerirá de un soporte que sólo puede proveer su ecosistema. Claro, siempre está la opción de hacer del mundo una lápida donde imprimamos un epitafio. Pero me gustaría creer, al menos a modo de ficción, que antes de borrarnos habremos pagado nuestra deuda con el resto de las especies.

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Héctor Sapina Flores es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM, donde estudia la maestría en Letras con un proyecto sobre ciencia ficción mexicana. Se encuentra a cargo de dos columnas, una en Teresa Magazine y otra en la revista Espora. Fue miembro fundador del Seminario de Metaficción e Intertextualidad Acatlán. Ha publicado en Punto en línea, Puño Electrónico, Mordedor, La Langosta se ha Posteado, entre otros medios.