En un pequeño pueblo del estado de Guerrero, mi tía compró un terreno; en él construyó —con mucho esfuerzo— una pequeña cabaña de descanso. En medio de la nada, la construcción destacaba para los automovilistas atentos. Yo mismo estuve presente cuando ella colgó las hamacas y sembró un pequeño guanábano. Entre grandes palmeras la cabaña parecía minúscula, pero durante la pandemia ese lugar fue nuestro más grande refugio.

Mis tíos, hartos del confinamiento, iban a regar periódicamente el pasto, las palmeras y el árbol. En dichos viajes, mi hermana y yo siempre nos pegábamos. No había peligro para nuestros padres, pues la cabaña estaba en la tranquilidad y soledad del campo; incluso ellos iban y nos acompañaban para comer guanábana y almorzar juntos. Mi hermana y yo esperábamos ansiosos para ir a regar aquellas palmeras y descansar en la hamaca, lejos del ruido estresante de las noticias, de la cuantiosa cifra de muertos y del dolor de las pérdidas ajenas. 

En la pandemia varios perdieron personas importantes en su vida, pero para mí la pandemia significó volver a conectarme con mi hogar y reencontrarme con mi familia, todo ello gracias a la oportunidad de irme a “regar las plantas” con mis tíos. 

Me fui de casa a los 15 años para estudiar el bachillerato, siento que perdí tiempo valioso familiar, me esforcé por crecer muy pronto y no tuve la posibilidad de tener muchos momentos hermosos con mis seres queridos. Por esta razón, no voy a olvidar las anécdotas y recuerdos que compartieron conmigo, los diversos consejos de vida que sólo la experiencia les pudo dar y las cervezas que tomamos mientras pasábamos el tiempo.

Éramos sólo mi familia y yo recuperando el tiempo perdido, gracias a la pequeña cabaña.

Foto de Markus Spiske en Unsplash
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Estudiante de la licenciatura de Historia en la UNAM, acapulqueño de corazón y foráneo de vocación, amante de la literatura y los atardeceres playeros. Becario 4ta generación de Corriente Alterna UNAM y amante de la leche con chocolate.