Allá en Iztapalapa cayó un chorrito

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Me bastaron siete años y vivir en Iztapalapa para entender que el agua es un privilegio de clase; a esa edad mis tías ya me habían enseñado bien los horarios en los que debía abrir las llaves para que saliera el chorrito de agua y así llenar la pileta y muchas cubetas, lo recuerdo bien, de las 8 am a la 1 pm debíamos estar atentas para que la cisterna pudiera llenarse y, mientras tanto, lavar un poco de ropa, el patio o lo que alcanzara, sabíamos que el resto del día la llave estaría seca. 

Entre las muchas cosas que te enseña el vivir en Iztapalapa, la relación con el agua es una de las más importantes, es de esas que se queda contigo toda la vida. Hoy, después de quince años y viviendo en otra alcaldía, me sigue sorprendiendo que hay gente en la ciudad que abre sus grifos con seguridad, porque yo y otros 9 millones de habitantes nunca la tuvimos. Aprendí también que las pipas de la delegación no son gratis, verán, los vecinos teníamos que juntar entre todos lo suficiente para poder darle propina al chofer, así lo podías convencer de darte un poquito más de agua. Desde pequeña crecí sabiendo que las pipas, en épocas de cortes al sistema potable, podían ser secuestradas, sí, secuestradas, la gente se montaba en ellas para desviarlas de su destino original y llevarlas hasta su colonia.

Antes de terminar la primaria yo ya sabía lo importante que era el agua, no la cuidaba por el miedo futuro a perderla, lo hacía porque para nosotros ya era un recurso limitado; nunca tomé clases de ecologismo, pero construir mi vida en la periferia de la ciudad me ha enseñado más, mi interés venía de la propia necesidad.

Con el paso de los años entendí que el vivir en Iztapalapa te hace parte de la resistencia, que el privilegio se sustenta en la desigualdad y se sostiene con la estratificación social; que las colonias privilegiadas y las personas que habitan en ellas pueden negar mi realidad, porque, aunque sea una verdad, esta realidad no los atraviesa.