Si uno pregunta a cualquier persona cuánto tiempo hace en el trayecto de su casa al trabajo, recibirá rápidamente una respuesta. “Más o menos 45 minutos” podría responder alguien evidentemente afortunado. En cambio, si la pregunta se refiriera a los kilómetros que separan el hogar de la oficina, será difícil encontrar a quien no tenga que recurrir a google maps para responder.
La vida urbana obliga a poner especial atención al tiempo en detrimento del espacio, esa otra dimensión que configura el cosmos. Existen razones ciertamente válidas para que esto suceda. Cualquiera desdeñaría la importancia de la distancia si comprueba que a las 2:00 a.m. puede irse del Centro Histórico a CU en veinticinco minutos y que, por otro lado, un viernes en la tarde recorrer ese mismo tramo puede tomar hasta tres horas.
Alguien podría objetar: si les importa tanto el tiempo ¿por qué siempre llegan tarde? A lo que habría que responder: El mexicano llega tarde porque olvida que su ciudad posee extensión. En nuestra mente, al momento de prepararnos para salir, la ciudad es un objeto casi etéreo, sin fricciones. Sabemos que el trayecto a Coyoacán toma como media hora, pero se nos olvidan los posibles contratiempos tridimensionales: seguramente habrá una calle cerrada por alguna fiesta o un accidente en medio del Periférico.
A pesar de su consabida ambigüedad, el tiempo constituye la medida en la que ciframos nuestra vida. Menospreciamos la noble concreción del espacio, su solidez y su roce. Por ello, me parece apremiante la invención del “geo-cronómetro”, un artefacto que conjunte las medidas del tiempo y el espacio. La utilidad de dicho artilugio no estaría dada por las cosas que nos permitiría hacer, sino por las preguntas que generaría, por ejemplo ¿Cuánto tiempo mide la ciudad? A lo que sólo cabe responder: la ciudad mide la eternidad.
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