Inventar historias, recrear vidas, mi itinerario cotidiano consistía en prolongar el subterfugio de ensoñaciones que cubrían de vivacidad y sentido los pasos de los peatones a quienes observaba; les asignaba un nombre, entreveía en sus semblantes y en su forma de caminar las razones de su desplazamiento. Era lo que hacía desde que tenía memoria, cuando me encontraba a la espera de tener un rumbo fijo como el de ellos, cuando quería sentir esa prisa y esa seguridad que ellos experimentaban al caminar, comprender el porqué de esa indiferencia que externaban en sus miradas cuando las buscaba con la mía, aunque sea para que notaran mi presencia. Los observaba en las aceras, en las bancas de los parques, en las sombras de los árboles, en los caminos sin pavimentar; mi caminata comenzaba al salir de la escuela y terminaba con la llegada de las horas nocturnas. Era mejor que volver a casa y reconocer el vacío de mi vida, sin otra misión que la de adueñarse de vivencias ajenas. 

       Todo fue así hasta que conseguí una narrativa propia; ya no había necesidad de pensar en otras vidas, si ya tenía una de la que ocuparme. Un día quise volver a intentarlo, solté mis pasos con la determinación entera de no seguir destino alguno, contaba con el tiempo suficiente para enredarme entre los recovecos de una ciudad cuya extensión no conoce fin. 

       Pero fueron tantas horas, tanto hartazgo, tanto sinsentido. Corroboré que era una acción sólo concebible en una vida pasada, la cual no conocía de rumbos más que el de vuelta a casa. Entonces, retomé el camino a los espacios ya conocidos, me integré a la misma dirección en la que las personas caminaban, emulé la fugacidad de sus pasos, no me permití mirar a otra dirección que no fuera el frente de mi panorama y me perdí entre la homogeneidad colectiva que nunca pude volver a observar desde afuera.

Foto de Manfred Madrigal en Unsplash
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