Siento como si mis ojos fueran a salirse de sus órbitas. Estoy a bordo de una jeep y vamos a exceso de velocidad. Un campaneo.
Cuando le dije a mamá que había decidido convertirme en biólogo, nunca imaginó que pasaría mis días entre la naturaleza como papá. Al final, conseguí venderle la idea de dedicarme a la docencia tras terminar las prácticas profesionales. Mamá no soportaría que otra bestia le arrebatara un hombre más de su vida.
Entre papá y yo existió una gran diferencia: yo nunca encontré la gracia de prescindir de las comodidades de la civilización; a él le fascinaba. Decía que los seres humanos también somos animales, aunque pretendamos no serlo, escudados bajo el influjo de la razón. «¿Atreverse a pensar? Mejor aventurarse a sentir lo que la sangre demanda».
Un persistente hormigueo en mi piel. Una luz intensa.
Elegí entonces realizar mis estudios finales en el desierto de Yuma, en Sonora. Originalmente solo me concentraría en analizar los comportamientos de reptiles inofensivos. Mis objetivos principales eran la Heterodon platirhinos, popularmente conocida como “culebra hocico de cerdo”, y la Lampropeltis californae, llamada “serpiente real”. Sin embargo, mis planes se vieron alterados tras la repentina aparición de lo que creí un grupo de Hombres de la arena.
Un intenso fuego en mi espina dorsal.
Para mi sorpresa se trataba de gente que nada tenía que ver con el pueblo Seri y apenas hablaban el español. ¿Qué hacen de este lado?, pensé. Dos de ellos cargaban en cada mano un terrario, en los que inmediatamente reparó mi mirada por los especímenes de Bufo Alvarius.
—¿Para qué son?
—“Smokin’, kid” —dijo el doble de Billy Gibbons mientras llevaba sus dedos medio e índice desde sus labios hacia el horizonte.
—¿Quieres? Es cósmico —añadió el güero que tenía tatuado en el antebrazo los símbolos de los chakras.
Un grito: “No Hospital ‘round here!”. Otro grito: “Shut the fuck up!”. Silencio.
Papá hubiera aprobado mi decisión. Al menos no fue una bestia, mamá.