Leo fiesta y algo me pasa. Los momentos en los que más libre me he sentido han sido en una fiesta. No me drogo. Sí que bebo. Me acuesto tarde. Normalmente la fiesta llega sin que yo se lo pida. La veo venir, a veces intento evitarla como si fuera capaz de prever un hechizo que no sale bien. Es un placer conocerte, quizás tú me traigas pena. Casi siempre me pilla. No quería estar atada, pero a ti te casaba. Entonces todas mis exigencias se caen haciendo mucho ruido. Esto es algo entre nosotras. Desde ese momento supimos que iba pa’ largo.
Ocurre al contrario de lo normal: no me disfrazo para camuflarme, a mí se me resbalan los trajes. Tocan el suelo, me encuentro desnuda, expuesta, extasiada por la música, moviendo el culo, cuando yo te bailo sé que tú te vuelve’ loco, fuerte, un cigarro, los ojos cerrados con chispas en lo negro, en un trance que para mí es como la vida.
Quiero pensar que fiesta es celebrar, pero, igual que en la vida, la fiesta no tiene solo cosas buenas. ¿Cómo se para cuando todo va rodando, deprisa, improvisando sin atender el tiempo? Cuando la gente se va, el suelo es pegajoso, camiseta Armani con pantalones negros, olor a pis, el pause pulsado, ¿quién queda?
La resaca. La fiesta deja espacio al silencio, a los restos legañosos de purpurina en la almohada, a la quietud que viene después de un terremoto en el que estaba temblando, todo aceleraba, tú me seguías dando, a la soledad de la ruptura, a la espera cuando el metro se avería y llegas tarde a trabajar, al cobijo del portal cuando llueve mucho y no puedes seguir caminando hasta tu casa porque si sigues, te mojas, te enfrías y quizá después tienes ganas de llorar. Me deja espacio para pensar si yo soy más o soy menos de noche que de día. Sabes lo que tienes y no lo valoras poco.
El finde pasado no salí. Este viernes tengo una fiesta.
Otra vez, sin quererlo, ya veo el brillo en tus ojos.
Y me vuelve a entrar la fiebre.