Esta casa está llena de escombros. Todo lo que se hace oscuro afuera se hace oscuro adentro. No caben en esta lámpara, ni en esta casa, ni en la pantalla eterna del computador todos los sueños del mundo que se cosen bajo la luz amarillenta. No basta con reproducir las canciones de Nina Simone, Violeta Parra, Björk para sentir cómo la nostalgia es un instante efímero.
En estas paredes tibias y manchadas, la desintegración del miedo es un péndulo de cal. Todo lo que adolece aquí adentro, esta herida turbia, vil, inservible, cansada y silenciada, pesa como fiera agazapada en medio de la noche. Luego, la urgencia de escribir, de rayar el papel entre espacios imaginarios para comprender que no es posible arrancarse la historia. Porque el incendio del pasado es un monstruo subterráneo en los corazones de quienes a pesar de ver morir a los suyos a causa de torturas, no dejan de coleccionar estampillas de tristeza en esa casa frágil que se consume en un sueño de carbono.
Quisiera aferrarme a este pedazo de tierra, a esta patria que no tiene nombre, pero el corazón está lleno de pájaros y en el camino no hay regreso; solo el vaciamiento de un reflejo aislante, una forma extraña de recordar mi nombre mal escrito, de mirar con detenimiento todos los colores de las crayolas masticadas que se extraviaron en la infancia.
Afuera, la amplitud se pierde en dos líneas simétricas. Se disueña el anhelo porque la constante melancolía nos mantiene enfermos, mirando la vida medirse en un gramo de morfina.
He comprendido finalmente que esta ventana, lejana y ausente, solo es una más entre tantas ventanas.