Siempre he creído que más allá de las advertencias que pueden interpretarse en las novelas distópicas -sobre cómo no debemos dejar que la humanidad llegue a un mundo parecido al de los libros de 1984 o de Un mundo feliz o de Los juegos del hambre, sólo por citar dos de los más representativos (y uno de los más populares en la actualidad)- hay un cierto dejo de reconforte en el lector cuando cierra el libro y regresa a su actual realidad; una que si bien puede estar plagada de peligros mundanos, está muy lejana al infierno tecnológico o dictatorial en la cual se encuentran inmersos los personajes de ficción. Y eso cree quien está leyendo el libro; que es ciencia ficción y nada más, algo imposible de llevarse a cabo alguna vez. Cree completamente que ningún presidente del mundo jamás pondrá a combatir hasta la muerte a personas representantes de cada estado de su país. En teoría debería tener razón el lector: en teoría. Sin embargo, no hay que olvidar que Julio Verne soñó con el alunizaje cien años antes de que ocurriera (¡de que ocurriera!); por eso es necesario reflexionar entorno sobre si la ficción siempre se quedará en eso: en ficción.
Quizá a veces somos demasiado optimistas en cuanto a creer que las atrocidades del pasado ya han sido superadas del todo –sólo hay que ver a los E.U.A teniendo a un pseudo Hitler en el poder- o que un futuro híper controlado por la tecnología y la vigilancia solamente salen de la cabeza de los escritores. Estamos demasiado seguros respecto a que en tinta y papel se quedarán los tributos anuales al Capitolio o las cámaras de vigilancia en nuestros propios cuartos; y eso es justo lo que podría hacer que en un futuro (espero, si se da, sea muy distante) todo ello se vuelva realidad y veamos a las novelas de ciencia ficción ya no como lo que –en teoría- son sino como obras proféticas que advirtieron un mundo posible, mundo posible que ignoramos debido que al cerrar el libro creíamos cerrar esa posibilidad.
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