Hacía ya varios días que el frío se había instalado en las calles ajetreadas de la Ciudad de México. Era la víspera de Navidad y, como siempre, yo andaba a última hora en busca de los ingredientes para la cena. Ya había decidido guardar en el buró la vieja receta de relleno navideño con la que pensaba lucirme frente a la familia. Esta vez, me rendí ante la sencillez. Iba a seguir mi plan de simplificar los esfuerzos culinarios y dejar atrás el trago amargo de los días pasados.
Pensándolo bien, me he habituado a las cenas modestas en estas fechas. Los años pasan con inusitada rapidez cuando uno deja de contarlos. Solo los descubro, de pronto, en esas conversaciones en las que salta la pregunta inevitable: “¿De dónde eres?”. A estas alturas, no hay cosa más difícil que describir el lugar del que uno proviene, sobre todo cuando la distancia —de los pasos, del tiempo— empaña los recuerdos y enmudece esas palabras con las que alguna vez el oído se afinó.
La fortuna, al menos, quiso que en esta cena hubiera más sillas ocupadas alrededor de la mesa. La compañía fue, sin duda, una calma inesperada en medio de la tormenta. Pero yo sabía que, tarde o temprano, el tema saldría. Y así fue. Entre un trago y otro, alguien lanzó la pregunta:
—¿Qué se siente no haber podido regresar, cuando ya hasta el boleto tenías comprado?
La verdad, nunca me lo había preguntado. Siempre me consideré una especie de autoexiliado, un espécimen, hasta cierto punto, privilegiado en un país que ha abierto sus puertas una y otra vez a tantos perseguidos latinoamericanos.
Pero esa confirmación, luego de siete años, de que “las autoridades migratorias no han autorizado su ingreso”, no hizo más que devolverme la misma impotencia con la que salí de Nicaragua. Es curioso cómo un lugar tan pequeño puede convertirse en un país portátil. Así andamos muchos: dispersos por el mundo, cual andariegos, intentando hallar sentido a ese paisaje surrealista que dejamos atrás.
“Un año más…”, pensé, mientras apuraba el último trago de flor de caña de la noche. Al final, el exilio no ofrece consuelo, solo un limbo permanente que va carcomiendo la realidad con silenciosa persistencia. Y es aquí, en esta ciudad sin fin que me ha recibido en sus entrañas, donde he encontrado una forma sutil de reposo entre tanto desasosiego.
Estos son tiempos de repliegue, de arriar las velas, de seguir navegando con cautela, siempre cerca. Porque ese virus que hoy enferma a esa tierra lejana —y que creímos extinto— siempre encuentra su vacuna.

Foto de Hermes Rivera en Unsplash
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Alejandro Silva, nicaragüense radicado en la Ciudad de México. Soy Licenciado en Humanidades y Filosofía y estudio un doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. Me dedico a investigar y escribir sobre América Latina.

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