Las lágrimas caían sin control sobre mis mejillas mientras permanecía sentado al borde de la cama. En ese momento, percibí una presencia a mi lado: un niño pequeño con rasgos extrañamente familiares se había acercado silenciosamente y tomado asiento junto a mí.
“¿Por qué lloras?”, preguntó con voz suave.
“Por una tontería”, respondí, evitando su mirada.
“No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré por una tontería”, reflexionó con una madurez sorprendente. “¿Te duele mucho, verdad?”
“¿Cómo dices?”.
“Si algo me duele, lloro”.
“Sí, me duele”, admití. “Lloro porque me siento en crisis, como si todo estuviera roto: las personas, las cosas, el mundo entero.”
El niño frunció el ceño, procesando mis palabras.
“¿Roto? Pero, ¿por qué quieres arreglarlo tú solo? Mamá siempre dice que cuando algo está roto, hay que pedir ayuda para arreglarlo juntos.”
“Es verdad… aunque cuando eres adulto es un poco más difícil”, murmuré.
“¿Más difícil? ¿Cómo puedes saber que es más difícil si no lo intentas?”, cuestionó con inocente sabiduría. “A veces, cuando estoy solo, pienso que nadie me va a ayudar, pero siempre hay alguien.”
Me quedé en silencio, pensando que tenía razón, aunque mi orgullo se resistía a reconocerlo.
“No es solo eso…”, continué. “No tengo paz. Me siento abrumado constantemente. Las redes y la tecnología no dejan de bombardearme con noticias, comparaciones y metas inalcanzables. Tengo miedo del futuro, de no ser suficiente, de fracasar. El trabajo, la incertidumbre… Todo se acumula y no puedo detenerlo.”
“Eso suena como muchas cosas al mismo tiempo”, observó, mezclando compasión y curiosidad. “¿Y qué haces para sentirte mejor?”
“A veces intento desconectarme y escucho música, pero luego siento que me pierdo algo importante o que estoy desperdiciando mi tiempo”, confesé.
“Cuando me siento así, mamá me dice que cierre los ojos y respire. Que imagine un lugar donde todo está tranquilo. ¿Tienes un lugar así?”, preguntó con dulzura.
“Tenía uno, pero creo que lo olvidé.”
“Pues creo que deberías buscarlo. Seguro que todavía está ahí, el mío es…”
“¡La playa!”, exclamé de repente.
“Sí, la playa en la que vimos a papá por última vez”, susurró antes de desvanecerse.