Es el 24 de septiembre de 1988. Nos encontramos en el sudeste de Corea del Sur, en la magnífica ciudad costera de Busan. Ahí se celebra una regata. A la cabeza de la competencia se encuentra José Luis Doreste, seguido por Lawrence Lemieux. El canadiense tiene treinta y dos años. Es su última oportunidad de alcanzar la gloria olímpica.
Desafortunadamente, es un mal día para navegar. Las olas alcanzan los dos metros de altura. Hay poca visibilidad y los barcos son difíciles de controlar. Debido a ello, cuando Lemieux se encuentra a mitad del trayecto, ocurre una desgracia.
Cerca de donde está, se desarrolla otra competencia, una justa olímpica en la que cada país es representado por dos atletas. Lawrence se distrae por un instante. Mira a la distancia. Algo está mal. Uno de los botes ha volcado. Joseph Chan es arrastrado por la corriente. Su compañero Siew Shaw Her se aferra desesperadamente al casco de su embarcación.
Al percatarse del peligro que corren ambos hombres, Lemieux renuncia al sueño de su vida. Abandona la competencia y desvía su bote para ayudarlos. La situación es peor de lo que esperaba. Chan ha sido arrastrado por la corriente. Las olas rompen sobre su cabeza. Ya no tiene fuerzas para nadar. Mientras tanto, Shaw sangra profusamente. El barco le ha cortado una mano.
Luchando contra el viento y las olas, Lemieux logra subir a Chan a su embarcación y ayuda a Shaw a retomar el control de la suya. Permanece con ellos hasta que llegan los rescatistas. Después vuelve a su competición, más ya es tarde. Llega en el vigésimo segundo lugar.
Pese a que Lawrence no ganó la carrera, durante la premiación se le entregó un galardón muy especial: la presea Pierre de Coubertin, una condecoración reservada a quienes muestran bondad en la arena olímpica. Aunque ese día había decenas de marinos en el agua, solo uno se detuvo a ayudar, mostrando con ello una valentía que hace de este mundo un lugar mejor.
