El listón que mi abuela
enredó en mi brazo era rojo,
ahuyenta el mal de ojo,
las envidias que flotan en el aire.

Rojo, el color de lo prohibido.
Escarlata fue mi color favorito
cuando me diagnosticaron TDA,
porque la lluvia caía espesa,
como si el cielo también sangrara.

Roja me desangro cada mes,
rojos, los coágulos
que desprenden partes de mí,
desechadas en la rebeldía
de negarme a la reproducción.

Desgarrada desde las entrañas,
granate, las heridas
que abre el tiempo,
como pétalos nunca entregados.

Rojo, el color de la batalla,
el estandarte de quienes cayeron,
del suelo que no olvida.

Rojo, el grito de la tierra
cuando se abre en desigualdad,
cuando la miseria se adhiere
como un estigma.

Roja la sangre
que no es llanto,
sino sentencia.

De la muerte indigna,
la que no es elegida,
la que llega sin justicia,
con hambre y con rabia.

La luna roja
cuando el sol se abalanza,
cuando el cielo lanza
un fuego prematuro.

De un rojo permanente
arden las calles
que no hablan,
la tinta que no se borra,
las huellas que perduran.

Los rostros en cólera,
nunca encontrados, son la
mancha, el coraje y la fiebre
atravesando las venas, rojas.

Bermejo el deseo
que se enciende en el descenso
y anuncia la furia.

Foto de Pawel Czerwinski en Unsplash
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Mi nombre es Dorali Abarca Gutiérrez, crecí en Paracho, el mundo de las guitarras, entre la milpa de maíz y la cultura purépecha, actualmente radico en Morelia, capital del estado de Michoacán. Soy feminista, perseguidora de la libertad, apartidista, amante de la literatura latinoamericana.

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