Durante mucho tiempo creí que la migración era algo lejano, algo que ocurría en los márgenes del país: personas cruzando desiertos, bosques y ríos. Historias ajenas y lejanas, pero presentes. Hasta que un día comprendí que yo también era migrante.
Todos venimos de un cruce, de una ruptura. Nos buscamos en la tierra y en los cielos. Somos raíces que caminan, memorias que se desplazan, destinos que se buscan.
Migración no es solo dejar un lugar. Es abandonar una lengua, un amor, y una familia. No regresan porque no quieran, sino porque lo que dejaron atrás ya no nos reconoce. Se cruzan fronteras con la intención de que sus anhelos se vuelvan oportunidades, no estadística.
La migración es interna, dolorosa, solitaria. Se manifiesta cuando alguien cambia de estado, de lengua, de mente. Es vivir entre dos culturas, entre dos formas de entender el mundo. Y en esa encrucijada se encuentran nuestros paisanos, aquellos que se movieron para sobrevivir. Migrar no es solo cambiar de coordenadas; es rehacer la historia con cada paso, solo o acompañado. Es negociar con la memoria.
Somos una generación atravesada por la movilidad y la incertidumbre. Vivimos en tiempos de promesas. Y entre todo eso, intentamos construir una identidad que no se fracture cada vez que alguien pregunta: “¿De dónde eres?”.
Quizá migrar no nos hace menos, sino más humanos. Nos abre. Nos expone. Nos permite sentir el dolor sin traducciones. En cada lugar queda un pedazo de quien tuvo que marcharse. En cada historia, el eco de su voz: quebrada, con miedo, móvil, viva.
Me niego a creer que pertenecer sea un privilegio. Porque migrar, también es un acto de resistencia: moverse para vivir, para ser. “¿Eres de aquí o de allá?” Tal vez la respuesta sea más sencilla, más humana: soy de todos los lugares y las personas que me habitan.
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