No te deja acomodarte en tu sillón,
no te deja hablar,
te despoja del cuerpo expresivo,
no te deja dormir.

Perfora las conversaciones:
él, él, él.
Y te calla,
y te callas,
y entonces…

En la comida no te deja comer,
pero le sirves
y sonríes,
y parece que lo mierda que te hizo sentir hace un rato
fue solo eso:
un mal rato.

No te complace, pero te gusta;
te pones de malas, pero lo justificas.
Te desconoce, pero lo escuchas.
Te lastima, pero le guardas un espacio en tu casa.

Y quieres que se quede, y no se queda.
Y lo esperas,
lo esperas,
y piensas que en su ausencia vives tranquila.

Pero pone su música y te cautiva.
Pero desaparece quince días.
Pero todo se compensa con verlo,
con verlo.
Tú, sujeta a esa esquina arañada;
él, escuchando su música favorita.

Respiras:
porque sientes,
porque duele,
porque lloras,
porque revientas de risas tiernas,
porque al mirarlo parece más fácil,
porque te consumes,
porque te aquietas,
porque te sientes sola,
porque lo quieres,
porque te preguntas quién eres.

Por quién es (él) estás así:
queriendo que alguien te abrace el corazón
y le cante
y lo sonroje
y lo arrulle
y lo escuche
y lo acaricie
y lo expanda
y lo habite.
Alguien con quien tus hombros no se arrastren,
y sus pasos no desollen tu vida.

Imagen de Piyapong Saydaung en Pixabay
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