Mi casa es una pecera y yo soy un pez betta. No importa cuántas plantas ni piedras brillantes de colores pongan para decorarla, una pecera de cristal sigue siendo una pecera de cristal. Diminuta, asfixiante y transparente.
Mi mamá es un pez globo. Todos los días nada hacia la esquina derecha de la pecera para cumplir con una jornada laboral imprecisa; a veces pasa todo el día ahí. Debes tener mucho cuidado al hablarle, porque en cualquier momento puede sacar sus espinas y lastimarte sin quererlo. Digo que sin querer porque si lo intentara de verdad, largos hilos de sangre correrían a lo largo de tu escamoso cuerpo.
Mi papá es un filtro de agua. Siempre está en la esquina opuesta al pez globo. Nos provee de lo necesario para tener una vida cómoda, pero eso es todo. Puedes sentarte frente a él y contarle tus penas, pero solo conseguirás que te lance burbujas de agua para que sigas respirando.
En la esquina izquierda estamos yo y mi hermano, que también es un pez betta. Compartir la esquina se ha vuelto sofocante. Detesto cuando se enoja porque siempre soy yo quien paga las piedras rotas. Sueño con el día en que yo tenga mi propia pecera; no me importaría si fuera diminuta como esta, mientras dejara de sentirme asfixiada por tener alrededor tantas piedras, arena y plantas que no me dejan nadar a mis anchas.
Hay una pecera a lado de la nuestra y dos enfrente. Todos podemos escuchar y ver lo que los otros hacen gracias a la transparencia de las paredes. Mi madre me ha dicho que deje de espiar a los vecinos, pero la verdad es que no importa cuánto lo intente; siempre termino oyéndolos desde mi esquina.
Escucho a los peces guppy seguir buscando a su hijo entre las piedras; a la pareja de peces disco lanzarse piedras y arena el uno al otro en una interminable batalla campal, y al caballito de mar llorar porque su pareja jamás regresó. Odio vivir en mi pecera, pero supongo que podría ser peor.
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