MENCIÓN HONORÍFICA
Antes, en el pueblo de Tututepec-Yucu-Dzaa, o Tutu como le decimos los de aquí, miles de tortugas anidaban en las playas de Chacahua para dejar sus huevecillos. Todo niño de Tutu sabía que pasando las aguas, justo cuando comenzaba la temporada de secas, era el momento ideal para comer tamales de tichinda con carne de tortuga. Era todo un manjar. Cuando el dinero no daba para hacer tamales, los huevos cocidos de tortuga eran la siguiente opción. En comparación con el huevo de gallina, éste último sabía desabrido y seco; en nada se parecía a la yema de huevo de laúd, salada, cruda o a medio cocer.
Mi padre me contó que cuando era niño, la abuela le preparaba el tamal de tortuga y tichinda recién salida de la laguna, sazonado con hierba santa. Muchas mujeres del pueblo, entre ellas mi abuela, hicieron de la preparación de estos tamales un medio de vida, el sustento para dar de comer a sus niños y a sí mismas.
Las tortugas que llegaban a la costa chica de Oaxaca venían del norte, de los estados de Colima y de Jalisco. Hace treinta años, las familias esperaban que pasaran las lluvias para enseñar a sus nenes a identificar un nido, a estar atentos a los relieves de la playa, al comportamiento de las aves, a cada pequeño indicio que demarcaba el sitio específico del refugio de los huevecillos. Los niños pequeños saqueaban los nidos y los grandes cazaban a las tortugas antes de que regresaran al mar.
Las niñas también podían participar en ese ritual cuya ética apenas estaba siendo problematizada en otras partes del país. Las niñas desde chiquitinas eran instruidas en el arte de hacer tamales. Aprendían a espulgar la tichinda fresca, a limpiar la hierba santa y la hoja de plátano, incluso a hacer el nixtamal para la masa. Lo complicado era tratar con el caparazón, tan duro que era imposible de romper. Para ello siempre se necesitaba de, por lo menos, dos personas que pudieran abrir lo suficiente el caparazón como para llegar a las vísceras que, de alguna forma, estarían en tan sólo unas horas servidas y sazonadas sobre una hoja de plátano con manteca. El caparazón se vendía a turistas curiosos, hippies que pasaban por las playas de Chacahua y que venían de Puerto.
Qué belleza cuando la olla estaba repleta de tamales pequeñitos, unos tras otros en una perfecta formación. Aquél pilar en la dieta de todo Tututepecano respondía directamente a los ciclos migratorios de la tortuga marina y también al de los ciclos del viento, de los temporales, del inicio de las secas, de los vuelos de las aves y de sus excrementos que contenían la semilla de la hierba santa que, luego de germinar, se convertiría en uno de los ingredientes centrales de los tamales. Alguna vez me dijeron que la carne de tortuga es como la del cocodrilo, blanca, algo simple y suave como la del pescado. Por eso hay que sazonar lo justo y necesario con la hierba santa, para que agarre fuerza y pique tantito en el paladar. Pero con cuidado de pasarse, que la tortuga pierde sabor y, además, uno se puede intoxicar con la planta en grandes cantidades.
Después, en la década de los noventa, ante el creciente turismo en las costas de Oaxaca, se prohibió dar caza a la tortuga laúd. El discurso oficial alertaba de la inminente extinción de la especie, cuyos ciclos migratorios se vieron afectados debido a su caza desmesurada y a una incipiente contaminación de sus ecosistemas. Poco decían los medios de las familias locales que subsistían de tal actividad, cuyo impacto era mínimo en comparación con la industria turística gringa cuyo enclave se situaba en Puerto Escondido. Tales empresas cazaban a las tortugas, las sacaban del agua, de la arena, de donde fuera, con tal de exhibirlas a los extranjeros o para hacer caldos de laúd gourmet disponibles en tan sólo dos restaurantes exclusivos de Puerto. Hoy uno puede ir a la playa Bacocho y encontrarse con dinámicas “en pro del cuidado del medio ambiente y su fauna” como la liberación de tortugas. Sin embargo, es poca la regulación de estas actividades. La mayoría de las veces tienen a las crías en condiciones deplorables, almacenadas en huacales sólo para ser toqueteadas por turistas antes de ser “liberadas” en el mar. Mientras tanto, en Tutu, en Chacahua y en Zapotalito las comunidades y sus niños les dijeron adiós a las tardes de saquear nidos y algunas mujeres se quedaron sin trabajo.
Para inicios de los dos mil, sólo unas cuantas familias locales de Chacahua y de Tutu cuya subsistencia dependía de tal negocio se vieron en verdadera crisis. Hace unos diez años, mi tío me contó del muchito que la policía agarró con las manos en la masa. Lo agarraron con un pequeño costal de huevos, cruzando la laguna, pasando las salinas, ya casi entrando a Zapotalito. Un muchito de mi edad en ese entonces, de unos catorce años. Me acuerdo porque vi la foto de cuando salió el caso en las noticias. Delgado, muy delgado, con unos shorts amarillos del América y con un par de costillas que se le marcaban en la piel. Tenía unos ojos cristalinos, verdosos como la laguna, sumamente familiares. Me pregunté si no habría jugado con él en Zapotalito de pequeña.
—Lo llevaron a la cárcel por portarse mal. — Me dijo mi tío en broma y como advertencia, sin embargo luego lo escuché hablar con mi papá. Habían detenido al niño cuando no estaba haciendo más que ganarse el pan. Los policías, intimidantes, le preguntaron cómo podían arreglarse, pero el niño no traía ni un quinto; la familia tampoco tenía dinero para dar la respectiva mordida a las autoridades. Así que le tocó cárcel, corrección juvenil o quién sabe qué sitio. El pueblo sólo se enteró que apartaron al chavo de su familia. Yo por otro lado, recién iniciada en temas del cuadrado del medio ambiente y el cambio climático, me negaba rotundamente a creer una posible justificación para que alguien saqueara y comiera huevos de tortuga. No importaba cuán jóven era o si era el sustento de su familia, era simplemente inaceptable. ¡Pobres tortuguitas que nunca llegaron a nacer y migrar! ¡qué horribles eran las personas que robaban sus nidos! Está bien que detuvieran a ese muchacho que odiaba a las tortugas, pensaba yo con mi poca empatía de pre adolecente. No me daba cuenta que la situación era más compleja. Tras la detención del muchito, la familia se vio obligada a aprender otras formas de vida en otros lados. Creo que se fueron para el norte, pero nunca lo tuve por seguro.
Total, que ahora ya escasea el tamal de tortuga con tichinda, aquél platillo que se daba a las visitas especiales en la costa y que se sirvió año con año en el marco de las fiestas cívicas en el palacio municipal. La toma de protesta del presidente era el momento en que a todas las mujeres que se dedicaban a hacer tamales les iba mejor. ¡El honor de que el presidente les diera tal encargo! El manjar se regalaba al pueblo y la fila corría por toda la calle principal hasta la entrada del municipio. Todo esto era posible gracias al generoso patrocinio de algún partido político y de su candidato a presidente en turno, que ya había desviado fondos del estado para su bolsillo, pero que se lavaba las manos con tamales de tortuga para el pueblo.
Fue con el cambio de siglo y ya entrados los dos mil, que se comenzó a servir barbacoa, birria y pollo a la leña en las fiestas cívicas. Recuerdo escuchar la indignación de mi tío al ver que servían semejantes platillos, tan distintos a su acostumbrado tamal. Pero ahora los gobernadores y “la gente de razón” (como les siguen diciendo acá a la gente blanca, un remanente del sistema colonial de castas), prefieren comprar el voto del pueblo ya no con tamales, sino con pollo y barbacoa para que prueben las delicias del progreso del norte.
En realidad muchos jóvenes por esa misma época comenzaron a irse de mojados a Estados Unidos. Prefirieron eso a quedarse de peones en el campo o de cazadores de tortugas y correr el riesgo de ser detenidos. ¿Qué habría sido de aquél chavito que fue detenido hace diez años si se hubiera ido desde antes al norte con su familia? Supongo que varios jóvenes se hicieron esa pregunta y por eso se fueron a buscar algo mejor.
Algunas personas que salieron del pueblo se quedaron a la altura de El Paso, otras lograron cruzar. Casi siempre se piensa que los hombres son los que se van y las mujeres las que se quedan. Sin embargo, muchas mujeres han cruzado la frontera. Cada mes mandan dinero, besos y abrazos a sus madres y a sus niños que se quedaron en la costa. Pero también mandan nuevas formas de cocinar y de comer. El pollo a la leña que se sirve ahora con cada cambio de presidencia municipal, es un testimonio de un proceso migratorio cuyo movimiento es exactamente opuesto al de las tortugas laúd. Mientras las tortugas bajan por el Pacífico, los jóvenes suben por la sierra, hasta llegar a la frontera. Al subir, comunican a sus familias las nuevas recetas que aprenden por allá, después de trabajar en restaurantes de comida rápida o en sitios económicos de la frontera.
Son varias las personas que se fueron hace veinte años y que regresaron a Tutu y zonas aledañas para abrir negocios con sus nuevos conocimientos adquiridos por El Paso. A veces no regresan, pero recomiendan por teléfono a sus madres y a las familias sobre las delicias de la carne del norte y lo económica que puede ser la birria si se le hace rendir. A raíz de este fenómeno, se abrieron negocios de barbacoa, de birria, de tacos con tortilla de harina y de pollo al carbón al pie de la carretera federal, la cual conecta toda la costa desde Pinotepa hasta Huatulco. Les va bien, al menos mejor de lo que les fue a sus madres y abuelos con el negocio de los tamales y huevos de tortuga.
Ahora, cada que un surfer pasa por la carretera de la costa en su Jeep en ruta hacia Puerto Escondido, puede realizar una parada técnica y culinaria en alguno de los nuevos pueblos que aparecieron a pie del asfalto, a la altura de Pueblo Nuevo, de Santa Rosa o de Río Verde. Los que traen antojo de algo local prueban las tlayudas y los tamales de tichinda, ahora elaborados sin carne de tortuga. Sólo a los lugareños se les llega a servir su tamal con tortuga o con lagarto, siempre y cuando lleve una buena relación de parentesco, ya sea como ahijado, sobrino o querido de la dueña del establecimiento. Los turistas que no son tan aventureros pasan por los puestos con pizza, empanadas y hamburguesas al carbón. Pero en realidad quienes más consumen en estos lugares son los chavitos que saliendo de sus clases del Cecyte, encuentran en la comida rápida, en las papas a la francesa, en las hamburguesas, y en los burritos, una experiencia cercana a los malls que sus familiares les comparten desde el norte.
A su vez, comer en estos sitios ha implicado que se construyan nuevos espacios de paseo para las familias jóvenes, en los que cada fin de semana, encuentran un ratito de esparcimiento y convivencia acompañados de una rica comida hecha por las comadres, conocidos o por gente recién regresada del norte. En un viaje dominical a la playa, uno puede almorzar unos taquitos de birria para abrir el apetito, comer tamales de tichinda y tortuga, y cenar pizza o papas a la francesa con catsup a la hora del regreso. Todo esto tan sólo en el tramo de la carretera de Santa Rosa a Zapotalito, un trayecto de no más de diez kilómetros.
Sobre aquel mismo asfalto federal, nunca falta el pariente que regresa de los United tras conseguir la green card. Como un ritual de paso tras el regreso a su tierra, va con un compadre por un buen caldo de birria y hasta un taco de arrachera con tortilla de harina. Ya una vez aclimatado a su tierra, a su calor y a su humedad, y en un arranque de nostalgia va a Zapotalito o a alguna laguna local para comerse su tamal de tichinda, hierba santa y si tiene suerte, de tortuga.
Las tortugas aún visitan las costas de Oaxaca, siempre en su viaje hacia el sur. Se van para el norte antes de que regresen las lluvias y vuelven para las secas al siguiente año. La gente que migra para el norte tarda mucho más en volver, pero siempre se van con la temporada de lluvias, se convierten en mojados mucho antes de cruzar el río. Cuando regresan veinte años después, ya no se asientan en el centro de Tutu. Vuelven al pie de la carretera, a Santa Rosa o Pueblo Nuevo que es donde está el dinero, la gente y el tránsito del turismo. Con sus negocios de comida, forman una línea paralela a la costa donde se encuentran las playas a las que arriban las tortugas.
Hace tres meses fui a Tutu a ver a la familia. Me encontré con mi tío a pleno bocado de sus huevos de tortuga. Ya hace años me cansé de decirle que con cuidado por sus altos niveles de colesterol y aún más cuidado porque es ilegal su compra y venta. Noté los huevos diferentes, rojizos. Tenían catsup. Huevito con quechup.