Se suele pensar en la rebeldía como algo propio de la edad. Se la ve como una aflicción de la cual nuestra alma padece cuando somos jóvenes y desaparece a medida que pasan los años. Pero a mí más bien me gusta verla como una carrera de relevos, donde la actual generación pasan la antorcha a la nueva generación para que continúe con una misión.

¿Cuál misión? La de alzar la voz cuando el resto guarda silencio. La de no estar de acuerdo con las reglas injustas. La misión de la rebeldía es un acto natural y necesario para toda sociedad, puesto que son los rebeldes quienes ven el mundo tal como es, con sus virtudes y defectos, y se sienten inconformes con lo que éste tiene para ofrecerles. Esta inconformidad los lleva a levantarse de sus asientos para salir a las calles con pancartas y consignas en las cuales se reflejan las necesidades no sólo de ellos mismos, sino de toda la sociedad de la cual ellos van a formar parte.

Los jóvenes que marchaban en 1968 no protestaban solos. Con ellos se encontraban todas las generaciones pasadas de jóvenes rebeldes que habían sido lo suficientemente valientes para alzar la voz cuando era necesario. En esa plaza se encontraban no sólo los médicos, los profesores y los artistas del futuro, sino también el espíritu de todos los del pasado. Resonaban ahí los ecos de esta carrera milenaria en la cual han participado todos aquellos que han buscado cambiar las cosas que estaban mal.

Los intentos de acallar estas voces rebeldes no hacen más que evidenciar las fallas contra las que se han alzado en primer lugar. Y cada vez que un joven sale de las aulas con un espíritu airado a demandar un mundo mejor, debe saber que no está solo. A su lado marcha el ejército de espíritus rebeldes del cual es heredero.

Foto de Miguel Bruna en Unsplash
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