Cuando el mundo era medio siglo más joven, el océano era un lugar tenebroso. Un sitio desolado habitado por criaturas temibles y fantásticas. En el norte de Europa residía el Kraken, un calamar tan grande que podía destruir una embarcación con el simple roce de sus tentáculos. Cerca de las costas de Italia y Grecia habitaban hermosas sirenas, ninfas de agua salada que atraían con sus cantos a los marineros. Sus voces los guiaban hasta las rocas, causando su perdición irremediable. En otras partes del Atlántico tampoco era posible bajar la guardia. Surcaban el estrecho de Mesina enormes serpientes marinas, engendros reptantes que rodeaban las naves con su cuerpo para despedazarlas. También vivía en la región del Peloponeso una misteriosa Hidra. Sus cabezas eran enormes serpientes vivas, tan venenosas que podían matar con su aliento. Destruir a esta criatura colosal era casi imposible. Cada vez que le cortaban una de sus cabezas, crecían dos en su lugar.
En ese universo que hoy nos resulta tan lejano, viajar era considerado una actividad de alto riesgo. Las naves podían ser despedazadas por las olas, llegar a otro continente requería años. Vasco de Gama tardó veintiséis meses en recorrer el trayecto entre Lisboa y la India. Magallanes circunnavegó el globo en casi tres años. Solo una de sus cinco embarcaciones sobrevivió la travesía. El océano era un dios primordial, capaz de engullir a los hombres sin dejar el menor rastro de su existencia. Impredecible y temperamental, los marinos temían los monstruos que podrían encontrar si se alejaban de las rutas establecidas.
Sin embargo este mundo primordial y extraordinario pertenece al pasado. En el orbe contemporáneo, tan cínico y desangelado, el Cetus y el Leviatán ya no esplenden. Viajar es una actividad rápida y segura. El océano ya no es una región desconocida. El hombre ha llegado a conquistar hasta sus secretos más íntimos. Se puede cruzar el globo en menos de 24 horas y mirar las aguas desde la comodidad de un crucero. Quizás es ello que en las tardes lluviosas me gusta prepararme un delicioso té de limón y abrir un buen libro, porque a veces me consume la sed de aventuras que hace quinientos años impulsó a miles de hombres a surcar el océano. Así que exploro otros mundos. Me marcho con Edmundo Dantés a la isla de Montecristo. Enfrento a John Silver y su mítica pierna de palo. Persigo a Moby Dick con el capitán Ahab. Por unos momentos me siento imparable e invencible, y con eso me basta.
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