De aquel amor
yo ya me despedía,
de espaldas a la luna.
Se alzó sobre la arena
una sombra, recia y bronceada,
como una estatua esculpida por un griego,
tenía aros de plata en los tobillos
que tintineaban como campanitas.
Amarga era su alegría,
y llena de una extraña plenitud
era su dolor. Puso tus manos
alrededor de tu delicado cuello,
tus labios cerraron
con un silencioso sello,
y en las orejas te vertió
el vino agrio de tu historia.
Yo te llamaba,
y no acudiste.
La luna oyó tu nombre,
pero tú no escuchaste.
Me acosté junto a ti,
besé el rojo frío de tu boca,
y tu corazón se hizo pedazos,
tus labios fríos
guardaban una sonrisa,
y una risa tan clara
como la risa del agua,
esa risa que se gasta
entre mis besos,
que me ha dejado un sabor
de algo que ya no está.
Hablé con tu cadáver,
tu amor fue siempre conmigo
a todas partes, y siempre poderoso.
Ahora que tú estás muerta,
yo quiero también morir contigo.