Oscar Wilde pensaba que definir es limitar. Racionalizar aspectos de la vida humana —como si se tratara de una ciencia exacta— es una presunción absurda. Estamos dotados de una vida cultural que se encuentra en constante construcción y movimiento, por eso las categorías biológicas de masculino o femenino caen en un determinismo sin sentido. Para lograr un desarrollo social pleno, no se debe caer en reduccionismos, sino en holismos en constante aumento para reconocer y abrazar las diferencias como partes constitutivas del mundo.
Las buenas conciencias —o los conservadores de extrema derecha— sienten su sistema derrumbarse cuando aparecen elementos disidentes: todo aquello que salga de la norma heterosexual es una amenaza al modelo convencional, pues éste sólo cree en la división insostenible del género en dos. Hombre y mujer no son variedades suficientes, ya que sería absurdo construir el edificio de la vida social solamente sobre dos pilares. No hay número ni palabra capaz de encasillar a los seres humanos que deciden por sí mismos. Es ruin tratar de encerrar lo inconmensurable en dos clases que no responden a las necesidades de las personas. Por eso las siglas LGBTTI también limitan.
Aunque los movimientos sociales que se forjan en la salvedad de la izquierda han proporcionado un avance innegable por la comprensión y la paz, la hidra del sistema se resiste a morir. Los esfuerzos por la igualdad resultan insuficientes no porque las minorías sean una pequeñez estadística, sino porque aún hay quien se resiste al cambio. La ideología de género es una ilusión creada para negar que las realidades se transforman y que hace tiempo que el pensamiento dicotómico dejó de ser útil. En vista de que polarizar provoca discriminación y violencia, la única salida es modificar el sistema, abrir las mentes y ampliar los horizontes.
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