Hace años, al partir, tenía mucho más claros los límites entre el viaje y el hogar, como si hoy ambos hubieran pasado por una profunda metamorfosis existencial. Por supuesto, esta no es la náusea sartreana que hace del mundo un lugar fenomenológicamente diverso, pero es verdad que mi relación con el mundo ha cambiado profundamente. No sé cuánto queda de aquel joven que, con sueños, partió pensando que el viaje era necesario. No sé, y quizás nunca sabré, de cuánto me perdí: si ella era el amor de mi vida, o si los amigos aún me consideran uno de ellos.
Estas preguntas que me hago hoy no han sido nunca un reproche por haberme ido; son, más bien, indeterminaciones que he terminado por aceptar con los años. Aunque quizás el viaje se perpetuó al decidir que continuaría con los estudios en otra ciudad, y más tarde, en otro país. Las metas eran claras: formarme y escribir en el exterior como antes de mí lo hicieron muchos otros profesores, filósofos y escritores.
Los compañeros de viaje han estado presentes por breves periodos, y en otras ocasiones, hemos caminado por largos senderos. A veces los encuentras en un bar, en la piazza esperando que el sol aparezca con el alba o en las aulas universitarias. Si antes he mencionado que viaje y hogar se han metamorfoseado es porque he encontrado en los compañeros otro hogar; es en los trenes, los buses, los hostales, y los aviones que se han vuelto cotidianos, donde lo extraordinario del viaje ha devenido en lo ordinario. Es porque, después del viaje, la vida no es igual y regresar a la ciudad, a la familia y a la misma habitación es una experiencia diversa. No es cuestión de libertad, es no poder regresar a la persona que se fue.
Viajando se aprende a decir “hasta luego” y a veces a decir “adiós”. A comprender que un “hola” no basta y que un “ciao”, “marhaba” o “hi” son otras formas de estar con los otros. Se aprende a decir “te amo”, que dos besos en las mejillas son mejores que uno, y a llorar cuando se debe por los momentos que no regresarán.