Alrededor del mediodía, en una calle del mercado de telas, un dibujante viejo al servicio de León VI, Probus, cuyos ojos empeoraban cada día a causa de sus cataratas y de haberse lavado la cara con agua turbia, decidió hacer un festín sobre su gran desdicha. Su cumpleaños se acercaba, de modo que una misteriosa alegría llenaba su interior.
Caminó por casi toda la ciudad de Constantinopla en busca de una fuente de plata dentro de la cual poner vino y dulces a su gusto en su celebración. Quería un buen vino de Atenas, pues muchos de los artesanos canteros oriundos de esas tierras se jactaban, al llegar a la corte, de que hacía sofista al que bebiera solamente unas cuantas gotas.
Entre las tiendas de artesanías y vestidos, encontró a un hombre que mordisqueaba un pan bastante duro. Sus dedos estaban deformes, cruzados y sujetos como por un hilo invisible. Miraba atento a un gato lampiño que restregaba su lengua contra un ratón entre sus patas, hasta que la presencia de una mujer cargada de telas púrpuras que buscaba descanso en ese rincón hizo desaparecer a los animales. Entonces el hombre se levantó y sacó de un cofre de cuero una pequeña fuente de bronce esculpida con detalles de flores corintias e incrustaciones de piedras resplandecientes, cuya elaboración, según el dibujante consideró, pertenecía a Tesalónica.
Éste pidió al hombre del pan la venta de la pieza. Le ofreció el pago en denarios, aunque el otro se negó porque quería dírhams. Sin más, el artista fue al palacio de Blachernas para pedir a uno de sus antiguos compañeros de scriptorium, Vesto, un intercambio de monedas, ya que éste viajaba constantemente a Medina por pigmentos.
Al final de la jornada retornó a su casa y vertió en la fuente las golosinas, aún sin el vino. En su lugar sirvió leche de almendras. Estaba a punto de dormir cuando la llegada brutal de un grupo de soldados regios rompió su puerta. Abrazó su fuente hasta ser llevado a la fuerza a Roma.
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