Piel negra, asfalto rojo
Un tema que ha recorrido incisivamente el cine estadounidense a lo largo de su historia es el de la justicia por fuera de la ley: los riesgos que corren algunos agentes del patriotismo con tal de incrementar la bonanza y el heroísmo de su nación. En la superficie es un argumento que permite jugar con las estructuras rígidas e incendiar la acción dramática, pero en el fondo tiene un tamiz pedagógico que engrosa la inversión simbólica de un país que aspira a mantenerse como el más poderoso del mundo.
La primera pista que devela esta forma de operación, es que las leyes no son sino un cúmulo de relaciones salpicadas por jerarquías, desigualdades e intereses; y el cine, una zona beligerante sensible y un laboratorio para la producción de hechos verídicos. Estos últimos años, particularmente, hubo un conjunto de películas que abordaron el racismo como un conflicto histórico de los Estados Unidos, que sin embargo, se abocaron a la representación de un humanismo trunco para explicar la implantación de leyes atroces (extensiones de un estado ideológico), en vez de enfrentarlo como lo que es, un profundo problema político: Moonlight (2016), I Am Not Your Negro (2016), Get Out (2017), o Detroit (2017), por mencionar algunas que, a pesar de tener rasgos notables, no logran escapar de la coyuntura —tanto estética como política—.
Sobre esto deriva la importancia de Did You Wonder Who Fired the Gun? (2017) de Travis Wilkerson quien, en clave detectivesca, llega a un pequeño poblado en Alabama para indagar sobre el asesinato perpetrado por su bisabuelo contra un hombre negro varias décadas atrás, sin haber sido condenado jamás por el crimen. La pesquisa será cada vez más profunda, al grado de convertirse en un viaje geométrico por las carreteras, los poblados y las voces de los pocos habitantes que tienen algún indicio de aquellos hechos. Lo perturbador es que Wilkerson no encuentra un pasado olvidado, sino una actitud activa de la gente por borrar las huellas de aquellos tiempos, demostrando que el racismo mantiene un pulso presente.
Una de las frases que más se repite a lo largo del filme sale de esa voz en off tosca y grave: «Dos familias. Ambas vienen de Alabama. Una de ellas es blanca y la otra es negra. Una de ellas es la familia de un hombre que fue asesinado, y la otra del asesino…». Son notas que continúan la labor de investigación entre archivos, canciones, registros públicos y librerías. Lugares de búsqueda que intentan disecar la historia, y a los que Wilkerson da movimiento y enrola con formas disidentes de representación y figuración: imágenes detenidas hasta la casi fotografía que intentan mediar con lo excesivo de la realidad (como la memoria inventiva de La Jetée [1962] de Chris Marker); evidencias de un tiempo enterrado, planos como tumbas que siguen narrando y segregando violencia.
La secuencia final es formidable: el recorrido por una carretera fantasmal durante 18 minutos con 16 segundos; ese trozo de asfalto que actúa cual venas que unen los espacios y las historias, el tiempo y los lugares como laberintos que indagan en lo subterráneo. La imagen teñida entre el rojo y la negrura, y los sonidos articulados de canciones desgarradas y narraciones murmuradas. En ese réquiem final, bajo el tamiz de la duda y la incertidumbre, subyace la pregunta principal: ¿Cómo se construye el racismo? ¿Cómo se inventa y se fortalece? Del núcleo familiar, Wilkerson pasa a lo colectivo, al desenvolvimiento de lo íntimo para entender la elaboración de lo social como algo interno —no superior a los sujetos sino prevaleciente entre ellos—, atrapado ente los pequeños lazos que no son sino una suma de engranajes, genealogías y relaciones de esta gran intriga que no se deja desempolvar: el color de la Ley, el color de sus imágenes.