Cuando me atrevo a pensar y a salir de mi caja de cartón de dudas, y me pongo a escribir con la ingenua seguridad de una persona que no sabe nada, me animo a decir que cuando se me incendia algo adentro, generalmente tiene que ver con el pasado. En estos casos, ocurre que un evento del presente toca un hilo que lleva casi directamente hasta una memoria guardada con recelo, hasta un secreto que me digo a mí misma que nadie conoce. De ésos, afortunadamente para mí, cada vez tengo menos.
Así, llego a paso lento y cansado a un recuerdo no exactamente polvoso, tampoco totalmente oxidado, pero definitivamente con un olorcillo a viejo. Yo, por aquello de haber crecido en una ciudad pequeña y muy conservadora, habría optado por la austera opción de guardarme para mí los detalles insulares, pero me pide el editor que avance en mis lucubraciones y me veo en la obligación moral de terminar lo que empecé. Entonces tengo que admitir que con frecuencia, cuando me voy a dormir, sueño a mis padres. A veces quisiera escuchar a mi hermano en estos episodios breves y reconfortantes, pero casi siempre me quedo con las ganas, pues hablaba realmente muy poco. No era necesariamente inexpresivo, sino más bien humanamente estoico, secreta y públicamente cínico. Haciendo honor a este sentido del humor con la acidez de los jabones para piso, Alejandro, mi hermano, se ríe de mí con el burlón cariño de quien conoce las esquinas del otro.
Hoy, que decidí escribir estas meditaciones ya no tan secretas, una memoria disparó el encendedor. Rumiando viejos recuerdos pienso que sigo hablando de lo mismo, pensando en lo mismo. En los que se fueron, en los que no se han ido sin estar presentes. Pienso en las personas que se fueron quedando en el camino y clavando en la memoria como goteras de una tortura o como el olor de una sabana limpia. Pienso en dos canicas verdes en una cara, siempre por elección.
Pienso en ese color radioactivo cuando las cosas andan mal. No siempre es suficiente. Sumergida en el pasado, camino ruidosamente en mis pantanos. A veces me encuentro cosas que no me gustan, como eso de que el amor libre, del que tanto se habla en este siglo, no se embotella. Parece que no me lo puedo beber, no lo puedo oler; a lo más que puedo aspirar es a dejarlo salir como un humo parecido al incienso que prendía mi mamá cuando era niña y estábamos en una de esas rachas brillantes.
Hoy y otra vez hoy, que nada de eso existe, me pongo sentimental y le quiero hacer honores solemnes al incienso decorativo de mis memorias prendiendo uno de vez en cuando. Entonces a fuerza de presentes continuos y como por inercia, paso a la inexplicablemente clara presencia de un futuro necesario.
El futuro parece un dibujo en la mente. Se puede trazar con habilidad o sin ella, y de una u otra forma aparece inevitablemente en el papel. Da lo mismo si es con líneas débiles o fuertes siempre marcadas en algún presente. Al final de nuestros tiempos, los trazos son siempre confesiones.
Foto de Resi Kling en Unsplash