Muerta. Tu cuerpo quieto, con los párpados entrecerrados, apenas dejan ver un reflejo en tus pupilas. Sostuve la mano de tu cuerpo muerto. Ya no había luz en tus ojos. Dentro de ti, todo debía estar oscuro. Pero acá afuera, hay luz blanca de hospital que encandila y cansa la vista.
Duraste rato. Duraste más de lo necesario. Me dijeron que luchaste mucho, si es que estar inmóvil, respirando con ayuda de un aparato, puede llamarse lucha. Yo te hablaba, pero tú no respondías. Te contaba todo lo que haríamos cuando te dieran de alta, creyendo que estarías mejor en casa, y no aquí, encerrada, atiriciada. Pero quizá tú ya no tenías conciencia, y el atiriciado era yo.
Yo quería tener otro rato contigo. Un rato como a medio día, mirando otra película de Cantinflas. El barrendero, creo que elijo esa. Ah, cómo te gustaba reírte con Cantinflas y la India María. De ti, nomás me quedó la placa dental. La guardé en casa, dentro de un vaso con agua. Me la dieron cuando colapsaste y pude apreciar cómo lucías por última vez en vida, aunque desfallecida. Después, ya no eras tú.
No conservaste ningún rasgo físico de tu identidad. Eso le pasa al cuerpo cuando se agota y se descompensa: adelgaza porque no come, se hincha porque retiene líquidos, la piel se pone amarillenta, las cuencas de los ojos se hunden y se vuelven oscuras, hasta convertirse en ojeras que son más de medio muerto que de medio vivo. Le brotan llagas al cuerpo inmóvil. Y poco a poco, la esencia de uno se escapa por los poros. Con cada transfusión de sangre le queda menos espacio al alma, que se empequeñece y se drena en cada suspiro por las vías respiratorias, para convertirnos en el recipiente de la esencia de otros, sin importar que estos sean familiares o desconocidos.
Te echo de menos. Pero sé que no nos volveremos a ver.
Adiós, doña Lupe.
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