—¿Volverás a tu pueblo? —lo dijo en un tono burlesco—. Pero entiende, ahí no tenemos nada. Uno solo vuelve para morirse —añadió con una sonrisa maquiavélica.
Esa fue la última conversación que tuve con él. Cuando a ratos se acordaba del cielo rojizo al caer la tarde, por unos instantes, sus ojos se llenaban de luz, no por el de las pantallas, sino como quien está presenciando una revelación que ilumina cada resquicio de su ser.
San Pascual era conocido por el aroma dulce del pan recién hecho, las motos eléctricas al por mayor y las casas que cambiaban de color a voluntad: amarillo, violeta, verde y azul, como un mosaico que se veía a lo lejos. Les daba una mejor apariencia, decían los políticos en turno.
Seguí mi camino de la nostalgia a casa de mi amigo, el sudor me pasaba como quien está en plena fiebre con los ojos rojos. Cuando llegué observé unas velas y sillas aposcahuadas alrededor de una multitud. Entonces, en medio de lágrimas, manos que se postraban y el tumulto de cuarenta almas, apareció Juan Mata. Sus ojos eran de un color similar al que desprendían los tambos con lumbre, solo que no contagiaban calor, sino un frío helado de enero que ya no existía en el pueblo. El muerto, que ahora parecía estar vivo, empezó a llorar, y el aroma del pan recién hecho se mezcló con la tirisia del difunto. Sus lágrimas llegaban al suelo y pronto una capa cubrió el suelo y los cables sucios.
El sonido del agua tomó más fuerza hasta quedar en la quietud. La luz se concentró como una esfera en medio del patio. En sus ojos apareció una cuenta regresiva. Hasta ahí había dado el dinero de la familia. Por un momento, sentimos que no solo Juan Mata se estaba despidiendo, sino también San Pascual. Empezó a hacer más calor y lo negro de la noche se deslavó. Un cielo rojizo apareció en el horizonte. Supimos, entonces, que nos estábamos despidiendo del pueblo.
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