Lo conocí cuando tenía poco más de quince años y yo no era más que una adolescente atolondrada. En ese momento no me pareció nada especial. Él era un muchacho silencioso, de ademanes lánguidos, con gusto por la música barroca y las historietas de Alan Moore.
        A veces compartíamos el salón de clase, coincidíamos en los pasillos y sin saber cómo ni donde, poco a poco nos convertimos en amigos.
        Por razones que aún me son desconocidas, nuestra camaradería sobrevivió al bachillerato. Nos veíamos de vez en cuando. Nos mensajeábamos en más de una ocasión. Paulatinamente nuestras conversaciones migraron de Facebook a WhatsApp.
        Hace un par de años, caminábamos por un palacio de inspiración renacentista cuando hizo un comentario sobre un bucólico paisaje porfirista. Mientras me hacía reír su comentario acerca de la belleza de la civilización, volteé para mirarlo. Me invadió una ternura inesperada. Por un instante, quise tomar su mano, acariciar su rostro, sentir sus labios. Él no lo notó. Con tono casi indiferente me preguntó si quería pasar a la sala siguiente, donde se exhibía un cuadro de Velasco. Nunca me atreví a decirle nada, mucho menos a besarlo.
        Volvimos a vernos hace un par de semanas, poco antes de navidad. Me regaló un bonito caballo rojo de madera, un souvenir de la tierra de los suecos, un país que jamás he visitado.
        Desde entonces, cada vez que pienso en él, acaricio el pelaje rojizo de mi pequeño equino. Toco su montura blanca, las flores de su lomo e imagino que él llegará en cualquier momento, que pronto estaremos juntos y seremos felices. Nunca me permito llevar mis fantasías más allá. En el fondo sé que no me ama. Nunca lo ha hecho.

Foto de Pritiranjan Maharana en Unsplash
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Soy Ingrid Halí Tokun Haga Álvarez, licenciada en Relaciones Internacionales y con una maestría en Economía por El Colegio de México. Actualmente, estudio Psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Me apasiona la literatura y las Olimpiadas.

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