Confieso que tenía miedo al rechazo por ser diferente.
El presidente Alberto Fernández había declarado que los argentinos habían descendido de los barcos, Guy de Rozat exponía que no existía duda en la historiografía argentina acerca del origen europeo de su país, e incluso la propia etimología de la palabra Argentina refiere a la plata, color puro y blanquecino de la nación; tenía miedo de ir de intercambio a Argentina por ser afrodescendiente.
Sin embargo, al recorrer las calles de Buenos Aires, pude constatar de primera mano la falsedad de mis prejuicios. Gente de color transitaba tranquilamente por las calles; era poca, pero presente.
Entonces ¿por qué Argentina se esfuerza en mostrarse blanca?
Admito que soy privilegiado por la oportunidad de aprender historia argentina contada por argentinos. Al estudiar los procesos de invisibilización de Mitre contra la población negra o las atrocidades realizadas en las campañas del desierto, con Julio A. Roca a la cabeza, tuve que compararlos inmediatamente con la experiencia del relato mexicano que aprendí durante mi vida estudiantil. Por esta razón, al contemplar el extenso desierto argentino pude ver un trasfondo oscuro: una guerra desigual entre un ejército armado con carabinas y otro con madera, indígenas muertos en defensa de su tierra y la desarticulación de una cosmovisión entera.
En el discurso se ha etiquetado de genocidio a las campañas del desierto, pero esta palabra implica la erradicación total y sistemática de un grupo. En la Argentina aún hay indígenas, pese al blanqueamiento de la población que quiere imponerse en la imagen exterior. En efecto, es incorrecto usar el sustantivo genocidio. Su uso demerita la resistencia de la descendencia indígena, invisibiliza su existencia fuera de la estructura y vulnera sus pretensiones de desarrollo como colectivo.
Los afroargentinos y los indígenas siguen resistiendo los embates de un Estado Nacional que se empeña en borrarlos del espacio público.
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