Mi abuela nació en un pueblo de Sonora llamado Opodepe, sin mucho más que hermanos, padres, vacas y un río que amenazaba con arrasar todo lo anterior en temporada de lluvias. 

Mi familia solía romantizar este punto de partida desértico; uno de ellos viajó en incursiones curiosas a conocer el pueblo que había convertido a mi abuela en una mujer a los catorce años, momento en que su madre dejó de vivir en este plano. Consciente de que quería ser maestra y escritora, se lanzó a vivir a la Ciudad de México con dos cajas de huevo; una bajo cada brazo. Aterrizó en una pensión para mujeres solteras en donde las alimentaban y cuidaban cautelosamente. 

Pasaron los años y la maestra de Sonora se convirtió en escritora, editora de textos y cuentista para los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública. Fue también la correctora de estilo personal de mi abuelo, quien se dedicó a los microcuentos de la historia mexicana. 

Armida, la mayor, mi abuela: fue madre de seis hijos y abuela de múltiples nietos subsecuentes. La cocina nunca fue su fuerte y le gustaban los gatos por aquella característica de su sobrada sensibilidad para los asuntos del espíritu. 

Los reportes remanentes de sus habilidades maternas hablan de su estoico pero dulce carácter sonorense. De su capacidad para distinguir los malestares ajenos sin escucharlos salir en palabras. De sus inclinaciones hacia el arte y de sus aspiraciones de que sus hijos fueran buenas personas. 

Sobre mí escribió apenas unos párrafos cuando toqué el mundo, diciendo que mis intentos de hablar le parecían divertidos. Lo que no se sabía en ese entonces es que el problema iba a ser callarme. 

Mi encuentro físico más cercano con mi abuela fue cuando ya estaba muy enferma, no me dejaban acercarme a ella para no dañarla. Sin embargo, ese día me asomé por la puerta y me saludó con la cabeza, le causaba ternura que quisiera entrar a escondidas a verla. En encuentros espirituales –la he soñado un par de veces– siempre se la ve contenta y mucho más regordeta que como la vi la última vez. No conocí realmente a mi abuela hasta que leí una historia que escribió acerca de su pueblo; escuchar en mis palabras La Creciente fue como un viaje a un mundo interior del que uno no puede escapar. 

Entre arena, zaguanes y vacas. Como condenada a ser un alacrán buscando sombra de día y escarbando secretos de noche, aquí ando de repente. 

Foto de Sina Katirachi en Unsplash
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25 años de pura prueba y error. Teatrera desde la infancia, Desarrolladora Territorial por profesión. Letrera por afición. Deliberada adicta a los dichos populares. Neo no nazi. UNAM ENES León 2016-2020 Desarrollo Territorial, primera generación.