No hay futuro y sé que es duro ver que no queda más
Quiero Club, “Let da music”
Hace tiempo que encontré una pequeña chinche en el sillón. Al cabo de unos días descubrí que tenía plaga. No hice nada. Las dejé crecer tanto que ya estaban en la sala, en mi cama, en la comida e incluso en mí: me caminaban encima, bebían la poca sangre que me quedaba y hasta articulaban las palabras que salían de mi boca.
Las plagas son entidades de cambio, me dijo alguien. Le creí el día que decidí tirar la mayoría de mis muebles. Me quedé desnudo; reiniciaste, dirán aquéllos que creen en el universo. Yo le llamé depresión y pobreza. No hay futuro: sólo un continuo aventar de muebles desde la ventana.
Motivado por la purga, decidí, en un arrebato, renunciar a mi trabajo. El único sustento que tenía desapareció porque no soporté la idea de estar en un almacén de fast fashion —en el que continuamente hallábamos chinches— de por vida.
Encontré un trabajo tiempo después. Uno bueno, de los que la gente suele sentirse orgullosa, de los que se presumen. Firmé tres contratos —¿o cuatro?— y comencé a escribir publicidad para diversas marcas. Un día tras otro había que redactar copies, crear campañas, armar guiones, grabar videos, tomar fotografías…
Ahí estaba, ¿era éste mi futuro anhelado? No, porque no hay futuro; sólo una cantidad finita de caracteres, puestos en hojas virtuales que un cliente lee y desprecia.
No hay futuro, dice la canción que bailé en la adolescencia.
No hay futuro, sólo un constante e interminable presente que se sobrepone instante tras instante, uno sobre otro en una línea que anhelamos ver terminada con la muerte —¿quién, de verdad, desea seguir viviendo eternamente?—. Se reproduce, de uno salen dos, de dos cuatro: presente como langosta o cucaracha; presente hormiga de jardín que se come tu despensa. No hay futuro.
Pero ojalá no haya, porque no imagino algo peor que este presente que parece chinche… y no quiero volver a tirar mis muebles.