En los inicios de la historia del cine no había distinciones tan marcadas como las que tenemos en la actualidad. No había etiquetas para designar el cine “comercial” o “de vanguardia”, términos que incluso hoy resultan demasiado vagos ante la pletórica oferta audiovisual con la que contamos. El cineasta y músico francés François Jaques Ossang es, en ese sentido, un cineasta del pasado, que no confundir con alguien que lo romantiza sino que trae al mundo contemporáneo una forma de narrar y dirigir que no se adhiere, ni siquiera, a nuestros infinitos nichos de clasificación.
Con la ambición tácita de combinar aventura con poesía en largometrajes como el deslavado noir de Docteur Chance (1997) o el fantomesco y refinado punk de Dharma Guns (2010), Ossang parece haberlo logrado en 9 Doigts, su más reciente película que le valió el premio a mejor director en el Festival de Locarno. La película es protagonizada por Paul Hammy, el atractivo Ornitólogo (Rodrigues, 2016), quien interpreta a Magloire, quien una noche, mientras huye de un policía que le pide identificarse, termina dando con un hombre moribundo del cual hereda una fortuna, termina siendo rehén y al final cómplice de una misteriosa banda de criminales.
La película de Ossang, a primera vista podría parecer un cargado y sofisticado coctel de referencias fílmicas que van de Dreyer, Epstein (La Tempestaire, 1947) o Jacques Tourneur (Experiment Perilous, 1944) hasta Melville (Le Doulos, 1963) o Godard (Alphaville, 1964) con ciertos tintes Tarkovskianos. Pero no se trata de un cine meramente referencial, sino de uno que usa los recursos de la historia del cine para crear una fantasía de alcances poéticos muy similar a lo que hacen artistas como el canadiense Guy Maddin, quien usa el pasado material y formal del cine como una herramienta y no como un simple ornamento.
9 Doigts es una elegante y ambiciosa red narrativa que no se ciñe a convención alguna y que colisiona las barreras entre géneros de manera astuta. La sumersión en la oscuridad pesimista de un lustroso blanco y negro, obra del cinefotógrafo Simon Roca, junto a la elegante puesta en escena crean una inusual historia de aventura lírica. Ossang estructura la película en tres actos distintos que se abocan a tres géneros cinematográficos diferentes: el cine negro, de aventuras y el filosófico.
El hiperkinético primer acto inicia con una persecución en las penumbras de una ciudad desconocida, un hombre que huye de la ley y que se topa, aparentemente por mero azar, con una ruta de escape que lo lleva a un viaje diferente: de lo terrenal a lo acuático. En su trayecto, Magloire, como el protagonista de una novela de Raymond Chandler o Dashiell Hammet, va sumando enemigos, aliados, intrigas y misterios que de manera dinámica lo llevan a dejar de ser rehén de un grupo de extravagantes matones comandado por el misterioso y beligerante Kurtz, interpretado por Damien Bonnard, el bucólico protagonista de Rester Vertical (2016) de Alain Giraudie y que como el personaje homónimo del Corazón de las tinieblas, su ambición obsesiva le costará la cordura.
Al unirse a Kurtz, Magloire se sumerge durante el segundo acto de la película en un barco de carga, descrito como una “prisión en una fábrica flotante” con rumbo a Antofagasta, Chile, en búsqueda de polonio, material radioactivo que es usado, entre otras cosas, para eliminar el polvo acumulado en una película fotográfica, una herramienta para la preservación de un imprescindible pasado fílmico, del que Ossang se vale, particularmente de trucajes formales como el iris o el zoom out, para dar cadencia a su película, e incluso en un pasaje usando imagen en negativo fotográfico.
Cuando miembros de la tripulación comienzan a desaparecer por envenenamiento y entra la figura del flemático Doctor, interpretado por el perturbadoramente atractivo Gaspard Ulliel, la película pasa de la aventura, el atraco y el noir a una suerte de reflexión lírica sobre el darwinismo y la búsqueda de una utopía llamada Nowhereland que parece evocar la prodigiosa ficción de los Hermanos Strugatsky, novelistas soviéticos creadores de Stalker y Es duro ser un dios, fuentes literarias de las adaptaciones fílmicas firmadas por Andrei Tarkovski y Alexei German respectivamente.
Con tal bagaje a sus espaldas, el último acto de la película toma un aire cargado de pesimismo que termina en una nota que podría percibirse como lúdica y que abandona el asfixiante entorno del barco de carga para culminar en unas colinas junto al océano. 9 Doigts es un producto consciente de su herencia fílmica y literaria, un producto de evolución fílmica y selección natural de elementos, recursos y medios para narrar.
En su libro El cine del diablo, el también cineasta Jean Epstein postula que a partir del cine como dispositivo y artilugio, ya no hay materia estable y su estado se vuelve transitorio y reversible, lo que podría hacerlo sujeto a un proceso evolutivo que no es abrupto ni intempestivo, sino el resultado de años de crecimiento y exploración. Tener nueve dedos y no diez, no como resultado de una violenta mutilación, sino de paciente evolución.