Habitar el espacio

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Nos acostumbramos al lugar en el que vivimos: conocemos cada habitación, memorizamos los rincones, ubicamos cada mueble; además, lo enriquecemos todo con recuerdos: la pared donde marcamos las alturas, los cuadros de la Primera Comunión colgados en la sala, el florero que se cayó del librero durante el temblor. Todo adquiere vida y significado, construimos un lugar seguro que nos resguarda de lo que está afuera, de lo otro. Pero este espacio también se conforma por personas: nos acostumbremos a la compañía, al ruido o al silencio, al ajetreo.

No obstante, la permanencia y el movimiento son inseparables, que sea una elección o no, en cualquier momento puede haber una ruptura: cuando nos arrebatan algo o a alguien, ya sea por la guerra, por la inseguridad, por accidente. Pero no es lo mismo optar por marcharse que perder la casa por un sismo: la incapacidad de decidir es sentirse arrebatado y con una enorme vulnerabilidad, resulta que nuestro espacio no es nuestro y que no está en nuestras manos.

El movimiento nos permite ver más allá de lo que conocemos, conocer al otro y tomar cosas de él, hacerlas propias. Pero a la vez implica una pérdida, lo cual nos hace cuestionarnos qué elementos son indispensables para una identidad, para rehacerla en un espacio distinto, si es que realmente se siente quebrantada. ¿A qué nos aferramos más? ¿Al idioma, a la música, a la comida? ¿O será más fácil quedarnos sólo con los recuerdos?

Tal vez sólo queda construir o reconstruir, como se pueda. Me gustaría saber cómo le harán tantas personas para reconstruirse, para volver a sentirse en casa, cómo rescatan esos vestigios del antiguo hogar, cómo lidian con el rechazo o con la nostalgia. No conozco las respuestas, tal vez hay muchas o quizás ninguna, pero comprendo esa inmensa necesidad de mantener viva la memoria. Porque si bien algunas personas no pertenecen a un lugar específico, los lugares, inevitablemente, nos habitan: se los lleva uno a donde quiera que vaya.