Carta a papá

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Sé que tu padre siempre tomó, hasta los noventa y cinco, cuando murió. Sé que era común que a tu hermano mayor lo llevara la policía tambaleándose por el alcohol, y que mi abuelo, a veces, lo recogía del suelo en los billares entre miradas condenatorias. Mi tío también tomó siempre, hasta los cincuenta y nueve, cuando murió.

He visto como tu madre te pone la botella en la mesa en cuanto llegas a su casa, y que se extraña las veces que le has dicho que no. Quieres una cuba hijo. No gracias. Por qué, qué te pasa, a ver Toño ven, tu hermano no quiere tomar. Y Antonio, obediente: no seas puto, échate una cuba, o qué, te pega tu vieja.

Y tomar, una tras otra, y entonces sí, ser la pieza que completa la estructura, apretar el tornillo que da fuerza al mecanismo y echar a andar el engranaje. Te tambaleas, y encuentras en los hombros de mi madre el asidero que te permite no llegar al suelo: de pronto, todo es como debería ser.

Sé que tienes miedo de tener miedo, ese sentimiento que no cabe en el repertorio basiquísimo de las emociones que te dejas sentir. Imagino que ahora que pierdes tus energías se abre un abismo frente a ti, porque de qué sirve un hombre si no es para trabajar, para imponer, para coger.

Pienso que no sabes ahora qué hacer contigo, con esa cabeza y ese cuerpo que ya no responden. Lo único que está a la mano es echarse para adentro, qué vergüenza ponerse afuera y mostrarse indefenso. No, todo lo que va al exterior tiene que tener esa mueca de lo viril, ser recio, enérgico y violento. Mejor inventar que tu esposa te engaña a admitir que las sientes lejos y que quisieras que te quisiera; mejor adoptar un mutismo altanero a reconocer un error y pedir disculpas; mejor evadirse de cualquier forma porque lo que viene de dentro aterra.

Esto no es un reclamo, o no sólo es eso. Alguna vez leí que contar lo que el otro no puede ver es un acto de amor. Tal vez esto es eso, un intento de dar el amor que no sabemos darnos.

 

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