Dígale al mexicano

0
1005

Voy saliendo del trabajo. Un joven que parece de mi edad, pero no es de aquí, se acerca a una distancia prudente. Pregunta si puedo regalarle un peso y yo saco lo que traigo en el bolsillo, dos monedas de diámetro mediano. Me da las gracias, me dispongo a retirarme y antes de que me aleje lo suficiente, lanza una advertencia: “dígale al mexicano que no le pegue”.

No es la primera vez que alguien confunde la mancha que tengo en el pómulo derecho con una marca de golpe, pero él lo da por hecho, no pregunta ¿qué te pasó? ¿te pegaron? Él va directo: me golpea otra persona, que además es varón.

Hace no mucho sostenía que los hombres de los que me he enamorado son excelentes personas. Lo son, pero no por las razones que yo defendía. Estos hombres son talentosos, trabajadores e inteligentes. Para sus cercanos son grandes amigos y para los lejanos, personas llenas de buen humor.

Uno de mis argumentos era que ninguno de mis otrora enamorados me había golpeado. Cierto, ninguno me dañó de manera física, ni siquiera ‘jugando’. Ninguno de ellos me llamó con una mala palabra, ninguno hizo nada que yo no le permitiera.

Yo aseguraba que estos hombres habían sido muy buenos conmigo porque no fueron peores que otros hombres con otras mujeres. Me consideraba una chica afortunada. Nada más falso.

Tengo una mancha en la cara que parece un moretón en sus últimas semanas. Ni todo el maquillaje me lo quita, y aparece con mayor frecuencia en época de calor. Pero sentirse afortunada por tener un moretón falso no me convence.

Sigo caminando y llego a la entrada del metro, bajo las escaleras mientras siento el calor humano invadirme como incienso. Espero el tren y pienso si me siento afortunada de que mi moretón sea falso, de que ningún hombre me haya golpeado, o de poder hacer ambas afirmaciones.

Llega el tren, abre las puertas. Lo dejaré pasar. ¿Me siento afortunada de ser mujer y no tener anécdotas de violencia? ¿Si fuera varón, sentiría la misma fortuna? Se marcha el tren.