La interiorización histórica de la utopía

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Para 1821 México había logrado su independencia, pero sería complicado afirmar que hubiera conseguido la industrialización o la democracia hasta cuando menos un siglo después.

Casi todos los países se encontraban en una situación parecida, y aquellos desarrollados por la Ilustración y la Revolución Industrial se proclamaban a sí mismos como ostentadores de la superioridad moral y económica. En ese sentido, el positivismo fue la expresión de una cultura que interpretaba la idea de utopía planteada por Moro como una superficie reflejante donde podía autoproyectarse con facilidad.

El siglo XX trajo consigo la instauración de proyectos alternativos de civilización, como el comunismo o el fascismo. Durante la Guerra Fría, el bloque occidental y liberal tuvo que luchar por el monopolio de ese material reflejante llamado utopía, luchando contra el proyecto comunista como sucedió contra los fascismos en la SGM.

Finalmente, en 1989 cayó el muro de Berlín, anticipando el desplome del bloque comunista. Fukuyama ha entendido este suceso como el fin de la historia, y Lipovetsky ha concordado en el sentido de considerar que ello significó el triunfo inequívoco, pero problemático, del proyecto liberal. Desde entonces el concepto de democracia ha pasado a ser una exigencia más que un ideal y se ha extendido el liberalismo político y económico a una gran cantidad de países.

Entonces, ¿dónde quedó la utopía? ¿Se refleja en una civilización del pasado? ¿Sigue siendo el espejo donde se proyectan las naciones liberales? ¿Sigue siendo la autoafirmación ante la civilización enemiga?

No. La utopía se ha subjetivizado, individualizado. La pérdida de la perspectiva que genera el ser la civilización triunfadora crea un falta histórica de consenso utópico. En el centro de la solución se encuentra una de las grandes preguntas de nuestra era: ¿seguimos con la búsqueda de utopías, o nos dedicamos a limpiar ese espejo llamado utopía en el que cada vez es más difícil reflejarnos?