El fin de la tarde

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Amaba las corridas de toros. Iba a todas los festejos posibles, entré a un encierro, leía sobre toros, conocía la denominación de cada pelaje y cornamenta, la estructura de cada una de las suertes, veía la Temporada Grande de la Plaza México en casa de la abuela porque todavía no teníamos cable. Esa época de fin de año tenía un sabor especial al ver los campos secos y fríos de las ganaderías en Tlaxco.

Recién fue inaugurada la Temporada Grande 2017-2018 y en la Monumental se vieron huecos: muy difícilmente habrá un lleno en la Plaza México. Ninguna de las corridas de feria de la “taurinísima” tierra de Tlaxcala, de la cual soy originario, se llenó, a pesar de que la plaza de la capital es minúscula. Al día de hoy, resulta una necedad negar que las corridas de toros caminan a su inevitable fin.

La moral de una época va cambiando. Cosas que en su época eran vistas como aceptables o tolerables, tiempo después fueron cuestionadas y rechazadas, o en todo caso vistas con recelo. Que Aristóteles defendiera la esclavitud no resulta extraño en su contexto, pero sería inaceptable que alguien dijera algo semejante en nuestros días. De igual manera la tauromaquia no puede justificarse al amparo de las figuras de autoridad que fueron aficionadas ni la tradición. La tortura de un animal no puede escudarse bajo el goce estético de la faena.

Un día de noviembre, Nala, la gatita que tenemos en casa, se metió a una canasta donde mamá guardaba sus estambres. Cuando mi hermano intentó sacarla retiró de inmediato su mano: Nala estaba dando a luz a sus cachorros. Resguardamos el lugar, le llevamos agua y comida y la dejamos tranquila. En la noche regresamos a verla. Nunca olvidaré esa imagen: Nala lavando con tanto esmero y delicadeza a esas cinco bolitas de pelo que se alimentaban de ella. Alzó la mirada, me vio con esos ojos verdes y amarillos y dio un maullido dulce. Nunca volví a ir a una corrida de toros en mi vida.

Foto de Stephane YAICH en Unsplash